lunes, 24 de noviembre de 2008

De Bukowski al Cuty: Historia de un destrozo emocional por Rufo Caballero

Hay un cierto momento en la vida de todo artista en que se pierde la ansiedad: el artista alcanza, sin percibirlo, sin levantarse un día y percibirlo, una extraña serenidad. Ya no prima la sed, la desesperanza, la iconoclasia, el afán de incendiarlo todo. Después del fuego, sobreviene una levedad fecunda, donde el artista hace lo suyo y punto, y que piense el mundo lo que piense.
El Cuty está envejeciendo bien. Cuando aparece en público resulta enternecedoramente coherente, de una congruencia casi académica. Aunque sigue hablando mal sobre muchos otros artistas (incluso sin ver sus exposiciones, porque, total, “ya he visto bastante; estoy cansado de ver arte”), cuando se le argumenta lo contrario, asiente con cariño y reconoce: “Es verdad. Tiene razón”. El Cuty ya escucha a la gente, adquiere una especie de paz interior, que no llega a ser religiosa pero atempera el ritmo agitado de su respiración. El Cuty aprende a recuperarse cuando lo dejan las grandes mujeres de su vida, y comprende que apresándolas en el lienzo es suficiente: Total, como decía el maestro, de todos los engaños, el arte es el que miente menos. Por todo esto, sus amigos andábamos muy preocupados: ¿Perderemos la vehemencia del Cuty, una de las poéticas más elocuentes y auténticas del arte cubano? Bukowski del pincel, el Cuty le hace falta a esta Habana, que se moriría de tedio sin él, que perdería, sin él, una buena dosis de salación y de vida. Cuba es un país donde la sexualidad ocupa el ochenta por ciento de las experiencias; por lo mismo, hablar de erotismo, pensar el erotismo, constituye un problema mayor. En la medida en que hace manifiesto lo latente, el Cuty llega a ser, para Cuba, necesario y molesto, incómodo e indispensable. Y, como se sabe, o como gustaba decir Einstein, “es más difícil destruir un átomo que un prejuicio”.
La exposición “Fluídos” me saca de la duda. Hay cambios en la nueva fase del artista, pero lo apacible no llega a menguar, para nada, la desfachatez del gran moralista. Porque, está claro, el Cuty es un moralista, cuando desacredita la hipocresía, el pliegue, el doblez, la triple moral: la pintura del Cuty es como una expiación, una purga de pecados. ¿Qué pecados? El pecado de la mentira, el pecado de la mesura como impostura, el pecado del fingimiento social, el pecado de la máscara, el pecado del antifaz que se pone la gente para (mani)obrar en sociedad. En la obra del Cuty hay gula: la gula que necesita descaracterizar la simulación y revelar a los cuatro vientos la riqueza y la sabrosura de la vida que se vive sin miramientos y sin represiones. Por eso la gran tipología espacial del Cuty es el baño: el baño permite, lejos del refugio o la segregación, el desnudo de la intimidad, la afloración de la verdadera voz interior, la confrontación sincera de todos los espejos. El baño era ya importante en Almodóvar, pero en Pedro esa figura tiene –como por lo demás casi todo en su cine- una honda connotación antropológica: allí las mujeres se reúnen para, mientras retocan sus labios o se suben el blúmer, cuchichear bastante y retratar, en conjunto, ese enorme misterio que se sigue llamando lo femenino. En el cine de Almodóvar, el adentro del baño condensa la cualidad del afuera en la provincia: el chisme, el escrutinio de la Otra, el cotilleo importante, la confesión del alma, la definición –en palabras- del triángulo amoroso.
El baño en el Cuty va mucho más lejos: allí no hay metáforas culturales sino vida dura, monda y lironda; no hay confesión sino vivencia. La mujer que se masturba, la mujer que orina, la mujer que toma un rollo de papel sanitario para asearse, la mujer que espera no se sabe qué y entretanto se aposenta en la tasa (como quien se entrega a nadie y dispensa una mirada indulgente), el tío que de soslayo le mira el pene al otro, la confesión masculina –mucho más bretera e impúdica que la femenina, está claro. En una palabra: Belleza. Hermosura, mima, tremenda expresividad. Sabrosura. La mujer, el hombre, la lesbiana, el gay –de poco importan los distingos- que comparten con el espectador, sin pena, una intimidad plena, definitivamente hermosa. En el Cuty hay anchura, calor de la vida, vibración genuina, no teatro. Ella no tiene pena, ni él, ni el artista: ¿Por qué ha de tenerla el espectador?
Alguna vez yo mismo escribí que en el Cuty había algo de escatológico. El propio artista lo repite: mi pintura va de rescatar, y entender, lo escatológico. Hoy me resisto. El Cuty no es exactamente rabelaisiano, ni carnavalesco, ni burlesco, ni soez, ni teratológico. Nada de eso. A menudo pensamos que la mezcla de ciertos fluidos –la sangre, la orina, el semen- puede o debe ser escatológica. Me resisto. ¿Por qué? Escatológica es la guerra, la impudicia de ciertos países, el inescrúpulo del poder; escatológica es la mentira. ¿Quién puede defender, y argumentar con seriedad, que una mujer orinando es una imagen escatológica? Una mujer orinando es una belleza, un acto prodigioso de humanidad, de sensualidad, de erotismo, de transparencia. De erotismo siempre que nuestra mente tratará de perpetuar ese instante, de sobarlo, de paladearlo, por qué no. Por algo a las mujeres no les gusta demasiado que las vean orinando: son conscientes de que se trata de una ceremonia sagrada, hermosa, culturalmente potente. Una mujer orinando es un acto de iluminación, un gesto de alumbramiento. El Cuty disecciona, intenta eternizar aquello que es en apariencia efímero por fugaz, porque pasa rápido y a ratos escondido. El Cuty quiere hacerse de la belleza que se escapa, y tiene la generosidad de entregárnosla. Por eso es un moralista: porque ensancha nuestra escala de valores, trastoca los cánones, desactiva las prevenciones, y vuelve natural aquello que el común de los mortales inhibe por impúdico.
Tenemos una obra preciosa, por el inaudito poder de observación que demuestra el artista: Café cortado. El artista sorprende un momento de meditación en una invitadora mujer –ella resulta invitadora, a ella tampoco le da pena; pero no lo sabe, no lo sospecha, y eso es lo maravilloso-, en blúmer, con una pierna levantada, cómoda, con sus zuecos al desgaire, y toma café. Mientras tanto, tiene una mano en la cabeza. Lo extraordinario de una pieza como esta reside en el contraste expresivo entre la sensualidad despampanante de la mujer, la despreocupación del “abajo” y la preocupación del arriba: ella está meditando, piensa en algo, solícita, sin importarle, en absoluto, desde luego, todo lo que enseña, todo el mundo que comparte por debajo con la posible mirada que escruta. En esta mujer hay displicencia, altanería, soberbia de su cuerpo, conciencia de una belleza que no necesita proclamarse: esa mujer sabe que sube el pie y el cielo se abre; por tanto, piensa en otra cosa, se entretiene. Esa mujer lo que quiere no es necesariamente que la miren, porque sabe que el o la que no mire, se la pierde entera. Por eso entrega toda su humanidad como un tesoro que se da sin acto de premiación, sin anuncio con una corneta.
Ya en Sobremesa, especie de continuación de Café cortado, todo el mundo se despeina, y ellas se tocan, se solazan en un lesbianismo posible y hermoso que no tiene que vivir debajo de la mesa pero que por debajo roza una salacidad y una perdición erótica muy especial. La composición se estructura entonces en total complicidad con la escena: una densa franja negra –guiño del artista a otro erótico, pero de la imagen abstracta: el gran Mark Rothko- preside, en forma de mesa, de mantel, de cobija, de lo que el espectador quiera, una situación de intercambio erótico, de comunicación bellísima, de conocimiento del cuerpo de la Otra. Eso es una fiesta, un festín, una cena; una cena del cuerpo. La cosa está en quién mira por debajo de la mesa, como el bolero de Manzanero: ¿Un hombre? Demasiado tópico. ¿Otra mujer? Presumible. ¿El artista? Sería obvio. En cualquier caso, a ellas no les da pena y al espectador tampoco: la franja negra es la sociedad; el abajo es la vida. La franja negra es la máscara; el abajo es la verdad. La franja negra es el ritual; el abajo es la diafanidad. Espejo, protección, manto, la franja negra es la coartada que permite que la vida no se viva como cárcel, como claustro. Ellas, por debajo, hacen lo suyo, mientras arriba se conversa, es un ejemplo, sobre las diferencias de las pinturas de Zaida del Río, Flora Fong y Rocío García, o sobre todo lo que, en verdad, podrá conseguir Obama.
Otras piezas son de una perversidad densa, delicadísima. En Esos ojos verdes una mujer deposita su esplendente ano desnudo, mientras mira algo con atención. Y el artista, morboso, enseña y comparte el ano de su protagonista mientras llama la atención, con el título, acerca del lirismo de esos ojos verdes. Joder, esto es gran arte. A fin de cuentas, puedo pretextar el ano y enfatizar los ojos verdes, como puedo pretextar los ojos verdes y exhibir el ano: ¿qué diferencia sensible, importante, existe entre la belleza de unos ojos verdes y de un magnífico ano? ¿Por qué escribo una y otra vez ano, haciéndome el de Portocarrero? No. Formulemos la pregunta otra vez: ¿Qué diferencia trascendente puede existir entre un culo fabuloso y unos bellísimos ojos verdes? Uno se perdería igual, qué diablo. El artista aprovecha nuestro devaneo, entre los ojos y el culo chulísimo, y se da a meditar sobre los remilgos y los afeites que suele preferir el arte en forma de desvío, de pátina, de doblaje, cuando en el fondo exprime la turgencia y el don demoníaco de la vida. ¿A qué referir, una y otra vez, la virtud de la luz o el refinamiento cultural de las composiciones de Rubens, cuando esas regordetas invitan, seducen tanto como los ardides que las favorecen artísticamente? En Esos ojos verdes, el artista admite que de todos los engaños, efectivamente, el arte es el que miente menos, pero engaño al fin, miente también al ojo, muchas veces desde la coartada del refinamiento, la elipsis, el gesto sutil, cuando una plenitud de vida se abre, igual de bella, consigo mismo.
Un caso similar ocurre a propósito de esa otra obra donde una mujer toma el papel higiénico en sus manos para asear su desnudez, mientras viste apenas unos botines mickey, unos botines refinados en el sentido progre, unos botines a la moda y el modo de la movida de la gran ciudad. Sin esos botines, la obra no sería lo que es, que no quepa la menor duda. Es más: la perversidad del artista radica en el contrapunto visual que induce entre la ostentación mickey de los botines y la cotidianidad aplastante del gesto con el papel higiénico: vestido a medias y desnudez completa, ritual social y ritual íntimo, lo público y lo privado, el encubrimiento y el ofrecimiento, cara y cruz de lo femenino.
En otras piezas, todo hay que decirlo, la sutileza se va a la porra y la belleza es ejercida desde la violencia. Desde la violencia simbólica. Tenemos el caso de 25 y O, donde una mujer se agarra la vulva y pone el pie sobre el mojón urbano que identifica la esquina de 25 y O, como quien dice: “Este es mi territorio. ¿Qué bolá?”. En esta obra –que debe tener profundas razones autobiográficas, pues el artista la concentra en su misma esquina, a pasos de su departamento-, Cuty invierte, trastorna, subvierte el canon de la masculinidad hegemónica e histriónica. Ella se agarra la vulva como se pudiera agarrar los huevos. ¿Y por qué no? ¿Quién dice que no? ¿Quién puede asegurar que sólo en el hombre sexo y poder urden una díada simbólica, indisociable? Otra vez: a ella no le da pena, se agarra todo un “dispositivo de enunciación” y advierte que, cuidado, yo soy la reina aquí y, por mis timbales, este territorio me pertenece. ¿Qué o quién le pertenece: algún hombre en particular, el artista, otra mujer, todo un gremio? Tengo en casa una pieza de Franklin Álvarez donde un gracioso mulatico se agarra lo suyo e implica: ¡Dime un número! Escribo implica y pudiera escribir suplica, porque él está loquito porque alguien se lleve aquello a cualquier precio. Si ponemos a dialogar a ambos personajes, el mulatico emplaza: ¡Dime un número! y ella, que no tiene pena, responde con una letra y un número: 25 y O. Ah, la guerra de los sexos, que se consuma en definitiva como apareamiento, porque, lo sabemos, no hay opuestos: hay atracciones.
Pero todavía resta el colmo de la obscenidad (en tanto vencimiento del tabú; es decir, el colmo de la sinceridad) cuando una obra se titula, faltaría más, Historia de amor. En ella, la chica, ya con el blúmer abajo, a punto, ofrece el preservativo al macho, como quien dice: “Anda, miserable, ven y haz lo tuyo”. Lo mejor es la expresión de ironía y de fingida inocencia que tiene en la mirada. Con la mirada, ella actúa un recato que se hace añicos cuando conmina y ofrece el condón. En esta Historia de amor (cínico Cuty, qué títulos tan trágicos, tan catastróficos, se le ocurren), el artista invierte otro canon, otro tópico: aquel que discursa una y otra vez sobre la condición de objeto sexual de la mujer, absolutamente cosificada por la mirada y la acción del hombre. El Cuty se percata –posiblemente lo ha sufrido- de que en el mundo de hoy sucede lo contrario con mucha más frecuencia. El discurso sigue esgrimiendo lo tradicional –ah, las pobrecitas mujeres-, cuando en la vida ellas no tienen pena y le dan a uno vuelta y media. La obra dice más o menos esto: “Mariela Castro, por tu vida, ocúpate de nosotros, que somos ahora los infelices. No son los gays, ni los transexuales, ni los transgéneros, ni las mujeres; no, qué va: somos los pobres tipos abandonados a la suerte de un vulgar preservativo los que quedamos necesitados de que alguien se ocupe, al menos emocionalmente, de nosotros”. La obra recoge la huella de un destrozo emocional: cuando ella no tiene pena y te da el preservativo, sabes que eres un muñeco, un maniquí, un portuario, un obrero erótico que debe cumplir con su rol. Un consolador.
En esta historia sexual de desamor, el Cuty toca fondo y se desnuda él mismo todo: así como Tarantino se excusa con la violencia física para hablar sobre la otra violencia, la primordial, la violencia de los sentimientos, el Cuty habla de la carne para ahondar en la otra verdad, la verdad de las emociones. El Cuty habla del cuerpo para hablar del adentro, del sentimiento dañado o expectante; del mismo modo que se aboca al baño para referir todo un estado actual del mundo: la desvergüenza del adentro físico remite al inescrúpulo del afuera citadino. Haciendo una pintura muy física, lo del Cuty es, a no dudarlo, el imperio de la emoción, la violencia de los afectos, el aullido de un hombre herido, abandonado, hecho a la suerte de un animal que se olvida. Véase, en tal sentido, una pieza como Anatomía de las nostalgias, donde el artista, el hombre, no sabe a quién echar más de menos, a quién extrañar más: si a las mujeres o a las ciudades. Para terminar suponiendo que a las ciudades. Ciertamente, las ciudades son lugares que se asientan en la mente para no perderse nunca, pero yo no estaría tan convencido. A fin de cuentas, las mujeres son como las ciudades: nunca se van de un todo. Una vez que se las ha vivido, que se las ha recorrido, ellas permanecen en la mente como si nos dieran otra vez su cuerpo, su sangre, su orina. Sus fluidos. Y viviremos, en lo sucesivo, atados, pendientes de un fluir que no está pero que sentimos.
El Cuty sigue resolviendo con idoneidad la correspondencia entre lo que dice y la manera como lo dice. Esa congruencia estética evidencia que estamos frente a un pintor muy notable, que no habrá atravesado todos los escaños del aprendizaje académico, pero que, informado y actualizado, conocedor del enigma del arte, sabe componer como pocos. Digamos: resuelve Ella no se sienta en baños públicos con una perspectiva lateral, angulada, según la cual ella implica al espectador como de soslayo, nunca frontalmente. Claro, porque ese pudor de no sentarse en baños públicos, ¿será una práctica convencida o un simulacro de refinamiento que las otras mujeres necesitan oír? La perspectiva lateral y angulada es el recurso idóneo para concretar esa postura escurridiza, que funciona más como una representación social que como un sentimiento verdadero.
Pero decía al inicio que algo había cambiado. En la forma no mucho, con todo y que los fondos se espesen ahora bastante, y el Cuty lo siga intentando con el óleo. No me refiero a eso. Me refiero a que se espesan también las expresiones, se hacen más sutiles, más trabajadas. Si en los primeros tiempos al Cuty le importaban sobre todo las situaciones, ahora le interesan las expresiones. Por eso los cuadros, sin llegar a ser primeros planos exactamente, son cada vez más planos medios o planos americanos, y cada vez menos planos generales. Porque al Cuty comienza a importarle sobre todo la psicología, el adentro, las emociones; trabaja entonces más la expresión del rostro, el sentimiento del cuadro. Ya decía que el Cuty está madurando, o incluso que está envejeciendo bien. Ya sabe que no hay iconoclasia mayor que aquella capaz de dominar el mundo de emociones de los seres humanos y es ese el baño donde ahora se encierra.
Lo veo callado, sentado detrás, como fuera de cuadro. Nos reunimos un grupo de amigos, para hablar de arte, que es desde luego hablar de la vida, y el Cuty permanece alejado, detrás, como si prefiriera escuchar. A cada rato entra a la conversación y vocifera, porque sino no sería el Cuty, pero escucha, calibra, aprende de los otros. Madura. Crece como hombre y como artista. A ratos vocifera que ellas son nomás que unas tontas y tiene en los ojos la impotencia del sujeto que se sabe perdido, anonadado. Tiene en la mirada la sabiduría del relator que apenas puede confesarnos que ellas no tienen pena y nos machacan la vida como si tal cosa. Pero ya no hace nada. No agrede a nadie, no arremete contra el mundo. Calla y se ensimisma en su respiración asmática: si sus obras no son capaces de decirlo todo, ¿a qué intentar otras palabras?



Rufo Caballero
En San Lázaro y L, noviembre y 2008.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Conversar.

Cualquier noche puede ser una especie de incertidumbre desde que cae el sol y se empiezan a mover las estrellas. No es cuestión de ir en búsqueda del sonido nocturno en las discotecas, ni mucho menos de las mujeres que desandan por las aceras en posición de dianas, es el pensamiento en blanco que nos invade el cerebro al tumbarnos en la cama, y desde la almohada vuela la imaginación por toda la ciudad como si estuviéramos en ella, volando a ras del concreto como observadores del destino de cada cual. Las palabras y las controversias descansan entre el que te dire y escuchar, sobre la vida el destino, y hasta la politica.

Todo es políticamente parte de nuestras vidas, si algo se vuelve caro el único dueño de todo tiene la culpa, el Estado y ese aparataje que sostiene nuestras almas. Flotamos a favor de la ventolera de ideas que todos comentan, aunque tengamos un cóctel en la mano.
Es parte del sistema de conceptos que van cambiando de voz, cada boca sale a buscar la media naranja en un bar, es el zafarrancho de la corneta, la búsqueda del lugar perfecto para terminar encontrando el alba junto a una mujer y huir de la luz con el sexo en la boca.

todo comenzó en querer decir una palabra inteligente, una opinión y terminar con la sal en la lengua.

Sin caries.

Podría ser una preocupación para muchos tener la dentadura blanca y ordenada, ante la mirada sorpresiva de cualquiera que mira de reojo tu sonrisa. Estamos en años de dietas y mordidas que dejan un rastro en la carne, como recuerdo de la ultima vez que saboreamos el instinto antiguo del animal. Nos preocupamos por la alineación de los incisivos y la ordenada caída de los molares ante cada palabra que emanas en la mesa o la cama en la sorpresa de atrapar a la presa con mis garras.

Personalmente mi dentadura es como aquel edificio antiguo y en desuso que todos recordamos. respiramos en sus columnas y en sus pisos que eran tan sólidos como una muralla. ahora con la modernidad lo sostienen vigas y pilotes de hormigón, aceros y envolturas de lacas en toda la estructura que cuidan los portones de mis labios, olvidamos las bacterias en las gargantas y la respiración con su gemido, nos olvidamos de las cuerdas vocales que sedujeron tu silueta, tu entorno óseo. esto me inspira. quiero llevarte a mirar el mar y exhalar la brisa con la sal en los dedos que acarician tus labios por encima del pantalon, deslizar la mano hasta llegar al pubis y regodearte a empapar tu imaginación, los pezones, los huesos, el ombligo y el cuello son parte del tacto que recorre la lengua en ese vaivén de la fiera que no deja escapar su presa. Entre toda esa incertidumbre de salivas y gérmenes que se intercambian entre cada agitado soplido, solamente escuché una amenazadora voz que me decía, espero que no tengas caries en esa palabra entrecortada de alerta ante su boca intacta sin amalgama.